Entre mis anécdotas de horror que viví como joven reportero, está la siguiente.
Me encantaba hacer el servicio social en la penitenciaria de Culiacán, que estaba a media cuadra del periódico. Entre otros reos conocí a “Chicón” Ochoa, un afamado pistolero de la época.
Le hacía mandados como comprarle cigarros, refrescos, golosinas, entre otras cosas. Pero a él le gustaba que lo viera jugar dominó.
Una tarde perdí la noción del tiempo y cuando me di cuenta, ya estaba cerrada la penitenciaría. Me entró el pavor.
Le dije al oído a don Chicón lo que ocurría. Me calmó diciéndome que en 15 minutos vendrían por mí. No sé cómo le hizo, pero así fue.
Efectivamente, llegó el director de la peni y me rescató. Tembloroso me dirigí al periódico, pues ya era hora de gorrearle la cena al director.
Cuando don Gustavo me vio me preguntó dónde estaba y le dije que con don Chicón Ochoa.
Se sorprendió y me preguntó: ¿sabes quién es? Claro, le dije, es mi amigo.
Se paró de la silla de su escritorio, me echó un brazo en el hombro izquierdo y me dijo: “apenas a ti se te ocurren esas burradas”. Pero le gorrié la cena.
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