Por Eligio Moisés Coronado
(Texto publicado en 2007)
El sistema educativo mexicano requiere reformas, eso lo sabe todo el
mundo que está consciente de que en la educación se halla la resolución de
todos nuestros problemas, y de que su influencia podría, debería ser
fundamental para el logro de las metas superiores de nuestro país.
En Baja California Sur la situación real se agudiza por la evidente
manipulación que en los últimos años se ha hecho de los procesos, informes y
recuentos que van a nutrir tendenciosa e irremediablemente las estadísticas en
materia educacional.
Uno de los aspectos que exigen revisión y corrección es el que refiere
al mito de los 200 días que se deben laborar en las instituciones básicas de
enseñanza. Esa bicentena de días de trabajo escolar sigue siendo sólo una
falacia oficial en la que nadie cree porque en ningún plantel se cumple.
Es verdad sabida por las propias autoridades que en el momento de
planear el año lectivo, los directivos y maestros tienen que hacer un descuento
de, por lo menos, 20 % de esos 200 días (40 días hábiles) por concepto de
suspensiones debidas a un amplio espectro de motivos, en especial los
relacionados con celebraciones: los días del niño y del estudiante, de la madre
y el padre, del maestro, etc., hasta el de muertos y, en el peor de los casos,
el de jálogüin, que como temas de estudio son, desde luego, necesarios para la
formación de los niños y adolescentes mas no como expediente de suspensión de
clases.
Las interrupciones se producen también en la ausencia de los
profesores por permisos económicos y licencias por enfermedad (a los que tienen
derecho, por supuesto). A ello ha de sumarse la asistencia de algunos grupos a
desfiles y comisiones diversas, y todo lo demás que dicte la experiencia de
cada cual.
El problema que tales festejos presentan al rendimiento escolar es que
su preparación requiere empleo de horas y jornadas enteras en que la tarea del
aula ha de ser irreparablemente abandonada. Pero hay más aún: los gastos que la
familia debe efectuar a efecto de proveer a sus pupilos para el cumplimiento de
esos fines.
Fines perfectamente prescindibles, al cabo.
Porque tales fiestas son primordialmente de índole familiar, no
necesariamente del ámbito escolar.
Porque generalmente los festejados acuden al convite con desgano, ya
que “siempre es lo mismo”, “igual que todos los años”, “pura perdedera de
tiempo”, como hemos escuchado que opinan.
Porque los mismos organizadores acaban por hacerlos para cumplir un
deber que impuso la costumbre, bajo el signo de la rutina, sin propósito de
innovación.
Porque conllevan erogaciones innecesarias al presupuesto familiar.
Porque en su elaboración se dedica un tiempo que puede, debe ser
dedicado mejor a cumplir el programa, que es principalmente para lo que
docentes y discípulos se encuentran en la institución.
Porque, finalmente, la escuela se crea así una distorsionada imagen
social de desperdicio de tiempo e incumplimiento de sus obligaciones
fundamentales.
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