miércoles, 29 de mayo de 2013

El agua de La Paz

Algún día de mayo de 1960, el gobernador Bonifacio Salinas Leal inauguró el sistema de agua potable y alcantarillado de esta capital, que amplió d

e manera considerable la dotación de esos servicios a buena cantidad de sus habitantes. Para ello, la mayoría de las calles habían sido convertidas, por la ardua labor de los trabajadores y las excavadoras, en especie de trincheras de una guerra contra la sed y en favor de la higiene comunitaria.

 Lamentablemente, en ese proceso hubo que registrar la muerte de niños quienes, tomando confiadamente como zonas de juego las profundas oquedades y galerías de tierra, quedaron atrapados o fueron sorprendidos cuando las enormes máquinas hacían el relleno después de haber sido colocadas las tuberías. Luto de hogares por imprudencia de los chicos, descuidos de los padres, imprevisiones de la empresa y negligencia de la autoridad.

   Antes de eso, la gente se proveía del líquido esencial mediante el acarreo en recipientes de hojalata de veinte litros donde originalmente venían la manteca (con que se guisaba todo antes de llegar los aceites vegetales) y el alcohol marca Victoria. Una vez limpios, de dos de sus orillas opuestas se clavaba un pedazo de palo, por lo general de escoba, que tenía el grosor adecuado para evitar lastimaduras en las manos.

   Se hacía el trato con el dueño del pozo artesiano más próximo al domicilio de cada quien, y así los miembros de la familia (mujeres y hombres por igual) subían el agua mediante rondanas de fierro (que llamábamos “rondanillas”) o cigüeñales (nombradas “cigüeñas”), vaciaban el contenido en los denominados tambos y los conducían colgados de los brazos o mediante las “palancas” que nos atravesaban los hombros y de cuyos extremos pendían sendos cables terminados en ganchos sujetos al centro de los palos en los tambos.

   El acarreo se hacía también en barriles de madera que eran rodados jalándolos con una soga.
   Y todo eso para llevar el agua de consumo humano, la construcción, el riego de plantas y lo demás.    

   Después la situación se alivió un poco cuando fueron instaladas tomas de agua para el suministro público en algún punto del barrio. Ahí había que formarse para llenar por turno los depósitos de cada quién, y en tal sitio de reunión obligada se enteraba uno de las novedades al tiempo que se evitaba que algún listo pretendiera adelantar el lugar que le correspondía, o reservarlo dejando un “alcahuete” mientras iba rápidamente a vaciar en casa el precioso elemento.

   Ésa es parte de la historia de un pasado duro y aleccionador. Ahora las cosas son un poco menos difíciles, aunque los problemas persisten, como persiste, como siempre, la decisión de resolverlos.

   Y lo mejor está por venir, como expresó Esthela Ponce al final de su segundo informe.

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