Por Eligio Moisés Coronado
Sentencias de la especie de aquellas que aseguran que “por sus frutos
los conoceréis” y “obras son amores y no buenas razones” pueden ser apropiadas
guías para orientar nuestros sufragios ciudadanos.
Es decir que, más que entusiasmarnos por sus
ofrecimientos para el futuro que, como se sabe, quedan siempre en el arcón de
las promesas incumplidas, será pertinente saber, a la hora de votar, quiénes
fueron y qué hicieron, antes de ser candidatos a ocupar algún puesto, los que
pretenden dirigir la vida pública en este país.
El porvenir
es incierto porque se halla apenas esbozado como acervo de intenciones que se expresan, con más o menos
irresponsabilidad, en el fervor de las campañas.
Y también ha quedado claro que el paraíso que se
ofrece para los potenciales electores desde el primer día del mandato, es sólo
un espejismo para forzar dolosamente la dirección del voto.
El pasado puede
engañarnos en menor medida. La historia, así sea reciente, nos dice qué
hicieron, qué dejaron de hacer, de quiénes se rodearon, cómo condujeron su vida
pública y privada, etc., los que pretenden administrar la existencia de una
colectividad.
Lo que puede proponerse, por tanto, es que los
ciudadanos conozcamos los antecedentes de cada candidato, en lo que ha hecho,
sin fijarnos tanto en lo que dice que hará, pues lo que ha sido continuará
siéndolo, indefectiblemente, en su nuevo cargo.
Hablamos entonces, de que, al margen de los discursos
preñados de ardientes ofertas de sacrificios por el bien de la comunidad, así
sea nacional, estatal o municipal, los sufragantes pensemos en la biografía de cada aspirante como su verdadero proyecto de gobierno.
No dejemos, pues, que nos vean la cara de bobos: cada
vez que los pretendientes a un puesto público digan lo que van a hacer, tomemos
más en cuenta lo que realmente
hicieron.
Porque entre cada político que miente y la sociedad
que lo hace suponer que le cree, hay cierta complicidad vergonzante.
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