Por Eligio Moisés Coronado
En una carta del general Manuel Márquez de León a su amigo el
presidente Benito Juárez, fechada el 6 de septiembre de 1866, le dijo:
Creo que a usted
está encomendada la sublime misión de encaminarnos por el sendero de la
moralidad; por eso mi más constante deseo ha sido, es y será verlo marchar al
objeto con paso firme, arrollando todos los obstáculos que se opongan a la
felicidad de México, sin que ninguna consideración humana le haga vacilar, que
su justicia sea tan recta y sincera como los irrevocables juicios de quien
emana.
El héroe
sudcaliforniano, hombre recio, poco dado al elogio gratuito, y que bien conocía
al ilustre zapoteco, hizo en este breve párrafo la lista de tres prendas
sobresalientes de don Benito: moralidad, firmeza y justicia, que sus
contemporáneos y las generaciones actuales le reconocieron y le apreciamos
porque las puso con generosidad al servicio de su patria.
Es a ese Juárez
de carne y espíritu al que recordamos este 21 de marzo, en un nuevo aniversario
de su natalicio.
Es al Juárez
polémico y controversial, no al Juárez de bronce, desdibujado por los
discursos, a quien hay que ofrecer
homenaje de reconocimiento.
Y le brindamos
testimonio de valoración por lo que tiene de modelo de conducta para
nosotros.
Por eso
rechazamos la idea de que la fecha de su natalicio, y el 18 de julio (de su
fallecimiento), sean los únicos días del año en que evoquemos la figura de
Juárez, solamente porque las efemérides se hallan inscritas en la lista de
conmemoraciones obligatorias.
Nos oponemos al
criterio de que al hablar de Benito Juárez estemos hablando de un cadáver. Pocas figuras de nuestro pasado son ahora tan
vigentes como él, como su magisterio en la elevada cátedra de la conciencia
colectiva de este pueblo, como su lección cotidiana de reciedumbre, de ética
civil incorruptible, de respeto irrenunciable a la ley, de lealtad a la
República, de preservación a la soberanía nacional, de invariable compromiso
con los principios, de fe en México por encima de coyunturas políticas y económicas, de firmeza ante la
adversidad, en fin, de todas las virtudes que aprendimos y sabemos aquilatar en
el Gran Mexicano.
Juárez es modelo de conducta, ejemplo de actitud decidida frente a las
circunstancias, prototipo de cualidades cívicas, denuedo y constancia en la
defensa y acrecentamiento de los más elevados valores de la nación, pero que
reclama, a la vez, que los mexicanos de hoy y los hijos de los mexicanos de hoy
abreven en la rica enseñanza de su vida, en un magisterio permanente que no
debe ser embalsamado para su sola exaltación de cuerpo presente en
celebraciones del calendario cívico.
El magisterio de
Juárez es infructuoso cuando no asumimos como propio el deber ciudadano de
alcanzar esas virtudes; resulta estéril cuando enseñamos a nuestra juventud al
Juárez con niveles de grandeza imposible de imitar, de estatura inalcanzable,
de vigor sobrenatural.
Es infecundo
cuando, después de las ceremonias conmemorativas, vuelve cada cual a su tarea
sin el ánimo de cumplirla mejor.
El magisterio de Juárez ha de ser, entonces, más que memoria,
fortaleza y unidad de los mexicanos, aliento a la honradez y el trabajo de los habitantes
de este país, estímulo al empeño individual y colectivo en favor de los
pequeños o grandes objetivos del hombre, la familia y la sociedad, empuje para
aventajar las dificultades que se oponen al desarrollo con equidad.
Del magisterio de Juárez nos queda la convocatoria para hallar en el
esfuerzo la consecución de lo que queremos, porque las lamentaciones son sólo
para quienes pierden lo que no han sabido defender.
Nos queda también el exhorto de encontrar en nuestra propia fuerza la
potencia que requerimos para continuar construyendo esta patria a la altura de
nuestros proyectos, con la dimensión de nuestras mayores aspiraciones, con la
inspiración del arquetipo de carne y espíritu en que se constituyó desde aquel
21 de marzo de 1806, y para siempre, Benito Juárez, Benemérito de América y
Presidente Vitalicio de México.
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